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Una mañana en el comedor social de Irala: «Aquí no solo se quita el hambre»

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El centro, que el año que viene cumplirá 70 años, alimenta cada día a un centenar de personas, pero en realidad tiene «más educadores que cocineros»

 

Domingo, 10 de diciembre 2023

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Se podría trazar una buena historia contemporánea de Bizkaia a partir de los bajos de la iglesia de los Franciscanos de Irala, donde hubo un añorado cine y funciona desde hace casi 70 años el comedor social. En el tardofranquismo y la Transición, aquí abajo pasó de todo: de reuniones más o menos clandestinas surgieron sindicatos refundados, ikastolas pioneras, la organización gay EHGAM, el Teléfono de la Esperanza y unas cuantas cosas más que fueron articulando el futuro, nuestro presente. «Eran tiempos en los que a la Policía se la podía parar en la puerta de la iglesia», sonríe Toño Pérez, el franciscano riojano que lleva treinta años al frente del comedor social. «Y antes ya estuve otros tres, del 78 al 81», puntualiza.

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También el propio comedor ayuda a profundizar en los cambios sociales que se han experimentado a lo largo de las últimas décadas. «Al principio venían familias que habían emigrado de Galicia, de Extremadura, de Burgos… Aquí solían quedarse a comer los niños, mientras que los mayores se llevaban la comida a las habitaciones donde estaban de pupilos. En los 60 y los 70 también se atendió a mucha gente del mar que se había quedado sin trabajo. Los 80 fue la época de la droga: aquello fue muy duro, porque veías personas muy machacadas. Y en los últimos 25 años llaman la atención los mil colores de los rostros: hemos tenido años con 60 o 70 nacionalidades distintas», va repasando Toño, que recuerda con particular cariño una sonriente ‘avalancha’ de cuarenta pakistaníes y nepalíes: «Su entrada y su salida era preciosa, todos con su ‘namasté’».

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886 servicios diarios dan los cuatro comedores sociales de Bilbao.

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2.338 personas distintas han pasado por ellos en lo que va de año. El 90% son hombres; el 86%, extranjeros; el 51% están entre los 18 y los 29 años.

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1 millón de euros de subvención anual asigna el Ayuntamiento para los comedores sociales.

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El de Irala es uno de los cuatro comedores integrados en la red municipal de servicios sociales. Desde 2005, forma parte del sistema de acceso centralizado. «Fue novedoso en su momento y lo sigue siendo hoy. A las personas que lo demandan se les hace una entrevista personal por parte de un profesional de Trabajo Social, que valora la necesidad y les da acceso a determinados servicios», desarrolla Txema Duque, subdirector del área de Acción Social del Ayuntamiento. Los usuarios, mayores de edad, reciben un carné con código de barras que les permite utilizar el comedor, por donde pasan 102 personas a mediodía y otras tantas para la cena. «La mayor parte es gente sin hogar. Puede haber alguna persona que tenga algún tipo de alojamiento, pero tan precario que no podemos atenderlos de otra manera», detalla el responsable municipal, que amplía el foco al hablar de la importancia de los comedores: «Tienen una función primaria, dar de comer, pero aquí no solo se quita el hambre: están acompañados, que tiene un valor en sí, y hay educadores sociales que les asesoran y orientan. Muchas veces se habla solo de lo asistencial, pero además de comer necesitan otras cosas y para favorecerlas están los servicios sociales. En este tipo de procesos, mantener referencias es mantener la oportunidad y muchas veces el éxito es simplemente estar ahí».

Peras, calabaza y tiburón

El trabajo empieza a las ocho, cuando María del Mar Cuartero, la cocinera de la mañana, pone manos a la obra. Hoy tocan espaguetis con tomate y pechugas empanadas con pimientos rojos, pero también va adelantando trabajo para las lentejas de mañana. «Todo es casero y no se compra nada congelado. Las zanahorias y las patatas están picadas a mano y estoy haciendo un sofrito de tomate que en mi casa no hago», comenta. La primera que guisó para el comedor, por cierto, fue Pura Iturralde, mítica cocinera del restaurante Santi el Marinero a la que, según se cuenta, algún embajador le reclamaba sus suculentos platos de bacalao y rabo de toro por valija diplomática.

Los espacios que sirven de almacén son una atestada caja de sorpresas, como resultado de los envíos que llegan del Banco de Alimentos y las donaciones de empresas y particulares: «Acabamos de recibir unos 400 kilos de peras y 300 kilos de cardo –hace recuento Toño–. En la temporada de calabacines, esto se nos llena. Hemos tenido calabazas gigantescas, dos tiburones decomisados, platos de concursos gastronómicos municipales… Primeros prácticamente no tenemos que comprar. Y, como parte de otro programa municipal, también preparamos lotes que repartimos entre familias».

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Las voluntarias sirven la comida a un usuario.
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Las voluntarias sirven la comida a un usuario.
M. Salguero
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A las doce del mediodía, entra el primero de los dos turnos. Para entonces ya están dispuestos los voluntarios, entre 50 y 60 a lo largo de la semana, que se ocupan de servir la comida. Charo Fernández de Pineda está a cargo de los postres –manzana, plátano o pera– y del pan: «Mi ama estuvo aquí de voluntaria muchísimo tiempo y ahora yo sigo la tradición. Me encuentro a gusto: te encuentras con personas majas, respetuosas y muy agradecidas», dice, mientras va entregando piezas de fruta. El comedor se llena en un abrir y cerrar de ojos: el 86% de los usuarios de estos servicios son extranjeros, en su mayor parte del norte de África, pero aquí esa proporción se eleva al máximo, porque prácticamente todos son jóvenes magrebíes, algunos con mochilas de estudiante. «Vienen de cursos: de castellano, de fontanería, de hostelería…», echa un vistazo a las caras el franciscano.

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La mayoría son «recién llegados» al país, así que llaman inevitablemente la atención los dos comensales más veteranos: se trata de dos señores mayores que ya forman parte de la gran familia del comedor y que están dando cuenta de su ración a velocidad vertiginosa.

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–¿Cuánto lleva usted viniendo por aquí?

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–Cuarenta años ya serán. No hay dinero, ¡cómo voy a comprar comida! Llevo tanto tiempo que mando ya en el cura –señala a Toño–, parezco su jefe, aunque todos los días le pido conejo y cordero y no me los pone.

La vía turca

Todos los usuarios comen a buen ritmo, porque disponen de media hora hasta el otro turno. Pese a la prisa, un par de ellos se prestan a contar su historia. Zouitinne, que prefiere dar su apellido, relata en francés el azaroso itinerario que le ha traído desde Marruecos por la vía turca: ha pasado por Grecia (donde recogió aceituna), Albania, Kosovo, Serbia, Rumanía, Eslovaquia, Polonia, República Checa, Alemania, Países Bajos, Bélgica y Francia, y ahora duerme «en la montaña, en Peñascal». La conversación termina con dos respuestas inesperadas, al menos desde el prejuicio.

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–¿Y por qué tenía el empeño de llegar a España?

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–Es un país de artistas: Picasso, Dalí… Yo pinto y soy ilustrador y decorador.

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–Pasará mucho frío en el monte estos días.

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–Sí, pero escucho los pájaros y eso me gusta.

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Su compatriota Mansur invirtió mucho menos tiempo en el viaje, pero nunca podrá borrarse de la memoria las once horas de angustia a bordo de la patera que lo llevó a Fuerteventura. «Yo también duermo en la montaña, por la zona de Santutxu. Me gustaría hacer algún curso y trabajar. Aquí en el comedor nos tratan muy bien, conoces gente nueva, es importante. Las voluntarias me dicen que coma más, porque nunca he sido de mucho apetito».

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«Sí, las voluntarias, porque son casi todas mujeres, ejercen un poco de madres –asiente Toño–. Y el trabajo de los educadores es importantísimo: de estas cien personas que comen hoy aquí, se sabrán el nombre de 90. Tenemos más educadores que cocineros, tres sobre dos: comer es importante, pero a la larga, en cierto modo, también es secundario».

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