Las viejas normas de la sidra: Ni se bebía al grito de «txotx!» ni servían chuletones
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Eric Hobsbawm (1917-2012) se lo hubiera pasado genial en una sidrería. Como todos los turistas que nos visitan, este reputado historiador británico habría disfrutado a lo grande de la tortilla de bacalao, de la chuleta, del queso con membrillo y del ambiente cordial que reina en este tipo de establecimientos.
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Probablemente también se habría deleitado con el txotx!, el grito de guerra sidrero que invita a levantarse, acercarse a las kupelas y a hacer cola pacientemente con el vaso en la mano y la sed en ristre. De lo que estoy segura es de que el señor Hobsbawm habría recibido con sano escepticismo las explicaciones que sobre las sagardotegis se dan a los neófitos: «esto se hace así de toda la vida» o «es una tradición ancestral». Él sabía perfectamente que las tradiciones se pueden inventar.
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Aunque algunas de sus teorías han sido superadas durante los últimos años, la lec tura del libro ‘La invención de la tradición’ (E. Hobsbwam y T. Ranger, 1983) sigue siendo tan entretenida como esclarecedora. Sirve para comprender que un montón de costumbres que entendemos como antiquísimas o absolutamente representativas de una cultura (los kilts escoceses, la pizza italiana o los trajes de flamenca) son en realidad mucho más modernas de lo que creemos.
Mister Hobsbawm hubiera hecho bien al sospechar del txotx. Los ritos que observamos en las sidrerías y que tan alegremente vendemos como atávicos e hiperidentitarios son realmente de antes de ayer.
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La sidra sí tiene una venerabilísima tradición en nuestra tierra: tanto los fueros como las ordenanzas medievales de las villas defendieron siempre los manzanares a capa y espada (incluso con castigos de pena de muerte) y la importancia económica de la bebida que se hacía con su fruto.
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Hasta los franceses, tan orgullosos y protectores de lo suyo, aceptan que el cultivo del manzano y los misterios de la elaboración de la sidra llegaron a Normandía procedentes de la antigua Biscaye. La sidra fue la bebida habitual de los vascos hasta el siglo XVIII, cuando para desmayo de muchos empezó a popularizarse el vino elaborado en el sur de Álava, La Rioja o incluso más lejos.
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«Antes apenas se conocía el vino de uva. Había muchos manzanales y con el vino del pueblo, o sea con la sidra, pasaban los vizcaínos y los demás euskaldunes. No hay más que ver los lagares que se encuentran en las casas viejas, que hoy no sirven para nada […] Nos han echado a perder». Así se quejaba en 1802 el sacerdote y lingüista Juan Antonio Moguel (1745 – 1804) por boca de su famoso personaje Peru Abarka, aldeano de pro y detractor de las innovaciones.
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Para distinguir vino de sidra Moguel empleó las palabras matsardao y sagardao (vino de uva y vino de manzana), contracciones formadas a partir de la palabra ardao o ardo (vizcaíno y guipuzcoano para «bebida fermentada»).
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Por aquella época la sidra y el txakoli locales comenzaban a ser sustituidos por el vino tinto, que a pesar de ser más caro se consideraba de mejor calidad. El consumo de sidra disminuyó durante los siglos XVIII y XIX, provocando la tala y abandono de los manzanos. Su industria sólo se recuperó –muy parcialmente– a partir de los años 70 y en Gipuzkoa, razón por la que toda Euskadi acabó adoptando la nomenclatura sidrera de nuestros vecinos.
En el Goierri guipuzcoano se llamaba txotx –a veces escrito zotz, tsots o choh– a la espita o trocito puntiagudo de madera con el que se tapaba un pequeño orificio hecho en la cuba para catar la bebida que contenía.
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El mismo artilugio se conocía en otros lugares como espiche, xiri, zapotz, dutsulu, tutu, intsusa o mistilu y solamente se usaba durante las pruebas breves que efectuaban los inspectores municipales o los compradores en busca de la mejor sidra.
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A los clientes habituales se les servía tal y como vemos en la ilustración de 1890 que hoy nos acompaña, a través de una canilla o grifo instalado en la parte baja de la barrica. La bebida salía suavemente, sin altura y sin restallar en el cristal.
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El suministro estaba a cargo de la sidrera o sagardosaltzale, que también llevaba la cuenta de las consumiciones, limpiaba los vasos (mucho más gruesos y bajos que los de ahora) y cobraba. No había ninguna comida aparte de sardinas viejas –que excitaban la sed– o de lo que por su cuenta llevara cada parroquiano, a quien se proporcionaba parrilla, carbón y sal para cocinar o se le cobraba una cantidad por guisarle la merienda.
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Las sidrerías-restaurante nacieron en la segunda mitad del siglo XX, igual que la costumbre de servir siempre a chorro, e incluso entonces no se gritaba «txotx!» sino «¡mojón!», que era el trozo de pan con el que se marcaba por dónde iba mediada la tortilla, cazuela o similar para que los abstemios no se la zamparan en ausencia del resto de comensales. La próxima vez que les digan «esto siempre ha sido así», sospechen.
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