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Raquel C. Pico
Martes, 2 de abril 2024
Récords de temperaturas y calentamiento, polarización, problemas en el acceso a la vivienda y aumentos de las brechas… Si se abre el periódico un día cualquiera, las noticias sobre crisis, tensiones o proyecciones negativas para el futuro, se suceden. Pero ¿se puede aprender del pasado para encaminarse a un mundo más sostenible e igualitario? Eso es lo que hace la antropóloga Kristen Ghodsee en su último libro, ‘Utopías cotidianas’ (Capitán Swing). Dos mil años de experimentos sobre formas alternativas de vida pueden enseñarnos a vivir mejor en el futuro y el presente.
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-¿Podemos entonces ser optimistas?
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-No es una cuestión de poder, es una de necesidad. Una de las cosas a menudo incomprendidas sobre el optimismo, o sobre la esperanza, es que es una emoción y una blanda. A menudo la gente asocial optimismo con ingenuidad. La distinción que intento hacer en el libro es la de la diferencia entre esperanza y optimismo como emoción frente a como capacidad cognitiva. Es muy difícil en este día y hora con el bucle apocalíptico en el que estamos ser optimistas como estado emocional, porque estamos viviendo en un mundo lleno de crisis y que nos lleva a la pérdida de esperanza. Sin embargo, los seres humanos pueden solucionarlo. Las personas crearon este sistema económico terrible en el que vivimos, así que pueden crear uno distinto.
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-Los experimentos utópicos históricos al final fracasaron, aunque lograron alcanzar hitos. Pero ¿qué podemos aprender de esas utopías del pasado?
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-Lo primero, todavía existen monasterios y conventos benedictinos. Aún están ahí, esa forma de vivir que es, desde nuestro punto de vista convencional, rara. No pensamos en ellos como utópicos, aunque surgieron de un impulso muy utópico. De forma similar, existen los ashrams budistas. Estas visiones utópicas son más duraderas de lo que creemos. Y cosas como la educación pública gratuita o las escuelas pagadas con impuestos eran el décimo punto de ‘El manifiesto comunista’. Eran una visión utópica radical que es tan normal hoy que no pensamos que es una visión utópica.
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-Quizás es un sesgo. Yo crecí en ese sistema de escuelas públicas, ya me parece normal. Pero entiendo la esencia de lo que comentas. Es una utopía.
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-Correcto. Es totalmente utópico. Existen muchas cosas que hoy damos por sentadas pero que empezaron como visiones utópicas. La idea de que las mujeres fuesen iguales que los hombres era una locura. Creo que esa es la razón por la que es tan importante estudiar estas utopías, incluso aquellas que fracasaron —y muchas lo hicieron, porque muchas de ellas eran muy radicales—. Muchas veces fracasan, otras son brutalmente aplastadas, pero las ideas viven y resuenan, impregnan nuestra cultura. Lo que aprendemos de las utopías es eso: en cada momento de la historia, en cualquier contexto cultural, siempre hay un 1% utópico, un pequeño grupo que vive en los márgenes de la sociedad y se dice «ey, el modo en el que hacemos las cosas no es el mejor. Podemos hacerlo distinto». Hay algo en la condición humana que requiere estos pensadores radicales. Son muy importantes para nuestra supervivencia; porque como especie los seres humanos somos flexibles, nos adaptamos, somos creativos, pero muchos tenemos el sesgo del ‘status quo’. Queremos que las cosas se queden igual y dependemos enormemente de estas personas que visualizan formas de vivir completamente distintas para inspirarnos a cambiar.
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-Una las cosas que me sorprendió en la lectura es que tenemos cosas utópicas muy cerca cada día, pero no las vemos como tales. Estaba pensando en las Little Free Library de las que hablas, que las vemos como algo ‘cuqui’ pero son en esencia revolucionarias.
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-Sí, están en todas partes. La cuestión es que mucha gente hace una asociación negativa con la palabra utopía. Parte de esto es por esta idea de que los experimentos utópicos fracasaron. Pero sí, cada día. Una Little Free Library es la cosa más radical que te puedas imaginas: gente compartiendo gratis en la calle, sin barreras de entrada. Piénsalo. Cualquiera podría abrir la puerta, coger todos los libros, dar media vuelta y venderlos. Nadie lo hace. El capitalismo nos dice que lo harán porque todo el mundo es malo. Siempre hay manzanas podridas, pero nadie hace eso. La gente es más «bien, hay una biblioteca, me llevo un libro, dejo otro». Y funciona.
También creo que hay un montón de gente viviendo en modos que no son oficialmente ‘coliving’, o comunidades intencionales, pero que comparten recursos. Están las amistades platónicas o las formas de familia diferentes de la comunidad LGTB. Tienes las familias escogidas. Así que está pasando en todas partes, es solo que no lo vemos. No nos estamos preguntando las preguntas adecuadas. Si te parases a mirar a tu alrededor —especialmente durante la pandemia cuando había todos esos experimentos de ayuda mutua—, la gente está experimentando realmente con formas utópicas de vivir.
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-Hablando del presente, otro de los temas del libro es el privilegio de quién puede apuntarse a una utopía. Estaba pensando en todas esas experiencias de ‘coliving’, que o son algo fabuloso y caro o algo en lo que acabas por la precariedad entre la gente joven.
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-Existen las dos caras del espectro, como en el ‘coliving’, gente extremadamente privilegiada que lo está haciendo como una opción de estilo de vida y gente que es muy precaria que lo hace por necesidad. Y en medio de todos los demás, porque estamos atrapados en un entorno que heredamos del siglo XX. Esto es a menudo el caso de los movimientos utópicos. Si nos fijamos en la historia de los pensadores utópicos, como Fourier o Kropotkin, mucha de esta gente que estaba intentando cambiar el mundo eran a menudo quienes tenían más que ganar si se mantenía como estaba. El otro punto importante es la cuestión generacional. La gente joven es más probable que viva en comunidad, también la gente más mayor. No lo veo como un problema, sino como una continuidad de cómo empezaron los movimientos utópicos.
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