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La veda de docentes «no arios» en la universidad nazi

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Un daño infinito

 Michael Grüttner publica el primer panorama sistemático de la enseñanza superior en el Tercer Reich

Ibon Zubiaur

Sábado, 20 de julio 2024

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La voluntad de darle sesgo político a la universidad no es privativa de regímenes totalitarios, sino una tentación en la que incurren una y otra vez partidos democráticos.

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No hay más vacuna que la alerta sostenida y el recuerdo de precedentes nefastos, como la purga que llevó a cabo el nazismo en Alemania. Michael Grüttner, autor de un trabajo canónico sobre los estudiantes bajo el Tercer Reich, presenta ahora el primer panorama sistemático de la enseñanza superior en esos años (‘Talar und Hakenkreuz’, C. H. Beck, Múnich, 2024).

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Quizá nada impulsó tanto al nazismo como el resentimiento; uno de los rasgos más acusados de Hitler, autodidacta de instinto y con escasa disciplina, fue desde luego su antiintelectualismo. Ya como canciller, en un discurso ante la prensa de 1938 que se mantendría secreto, declaró: «Cuando observo a nuestras clases intelectuales… lo malo es que hacen falta porque si no igual un día se los podría, no sé, exterminarlos o así… pero hacen falta, eso es lo malo».

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El desapego hacia la universidad estaba muy extendido hacia 1930: se le echaba en cara excesiva especialización y alejamiento de la vida (reproches que no han perdido actualidad tras un siglo). Los estudiantes fueron el primer colectivo relevante en el que los nazis obtuvieron mayoría (en 1931), y también entre los esclavizados asistentes arraigó pronto la rabia hacia el poder feudal que detentaban los catedráticos, por lo general muy nacionalistas y conservadores, pero poco afectos a la demagogia plebeya del NSDAP (Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán).

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A los antisemitas les obsesionaba además la alta cuota de judíos en facultades y ciudades muy concretas: en realidad solo eran el 6,2% del cuerpo docente, y Grüttner demuestra con estadísticas inequívocas que les costaba más obtener una cátedra que a sus colegas cristianos (pese a que un tercio de los Premios Nobel del país eran de origen judío).

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Desde febrero de 1933 se abrió la veda de docentes «no arios» y disidentes en la universidad alemana, en sucesivas olas. En total se expulsó al 20% del profesorado, un porcentaje muy cuantioso incluso bajo los estándares de aquella época de escabechinas. La mayoría emigraron a EEUU y Gran Bretaña, y en menor medida a Suiza, Palestina y Turquía.

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De los que no, 41 acabarían muriendo en los campos o ejecutados; otros 46 se suicidaron. Grüttner desgrana con sensibilidad la suerte de muchos de esos perseguidos, pero también las dobleces de los oportunistas y el autoengaño sumiso de la mayoría.

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Si antes de 1933 hubo muy pocos catedráticos nazis, para 1940 la aquiescencia era amplia, aunque el Servicio de Seguridad de las SS constatara con sobriedad un notable número de indiferentes. Pero muy pocos de ellos opusieron resistencia al matonismo.

Desgrana la suerte de los perseguidos, las dobleces de los oportunistas y el autoengaño sumiso de la mayoría

Falta de investigadores

El Tercer Reich no desarrolló una política unitaria para la ciencia y la enseñanza superior.

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Bajo su característico batiburrillo competencial medró el que quiso y pudo, y se promovió a nulidades por criterios de lealtad y celo político. Esto fue criticado desde un principio por la industria y las mentes más despiertas del propio NSDAP, pero, con la guerra y los reclutamientos masivos, la falta de investigadores capaces en ámbitos sensibles se tornó un problema crucial.

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En mayo de 1943 Goebbels anotaba en su diario: «Se venga ahora nuestro mal liderazgo en el sector científico». Ese año, en la conferencia de rectores se llegó a declarar con plena explicitud: «La Wehrmacht tendrá que poder asimilar la pérdida de algunos cientos de investigadores y de dos o tres mil asistentes. La ciencia militar en cambio necesita a esos hombres con urgencia. Llegado el caso ellos decidirán la guerra».

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La voz de alarma no cayó en saco roto, pero llegaba tarde: la superioridad aliada en armas clave era ya irreversible, y el Proyecto Manhattan (que se aplicaría solo contra Japón) se nutrió en gran parte de expatriados del Reich.

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Lo sorprendente, en realidad, es que Alemania resistiera tanto tiempo: contó con la colaboración sin fisuras del cuerpo científico y universitario. Los mismos académicos que alardeaban de apoliticismo (la bandera fina de los conservadores) daban por sentado que debían servir a los intereses nacionales, y muchos no tuvieron empacho en emprender experimentos con seres humanos, en aprovecharse del saqueo y el expolio de conciudadanos y países enteros, o en otorgar rango científico a los delirios eugénicos o la llamada «herencia ancestral» (el ojito derecho de Himmler).

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Todo ello causó un daño infinito y lastró los avances de la ciencia hasta un punto que acabaron por admitir los propios nazis. El ideólogo del régimen, Alfred Rosenberg, debió de quedarse perplejo cuando uno de sus colaboradores, el filósofo Alfred Baeumler, le presentó un balance demoledor de la política que venían tratando de llevar a cabo en la universidad y concluía: «La investigación solo puede progresar realmente en el aire de la libertad; cualquier otro principio lleva a un servicio escolástico que repite una y otra vez las mismas fórmulas».

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