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El último ancestro conocido, o LUCA, cumple 4.200 millones de años
La paleogenética ha logrado leer el ADN completo de los neandertales a partir de sus huesos fósiles y hasta reconstruir la geometría tridimensional del genoma del mamut
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[Esta pieza es una versión de uno de los envíos de la newsletter semanal de Tendencias de EL PAÍS, que sale todos los martes. Si quiere suscribirse, puede hacerlo ].
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Tú y yo, desocupado lector, somos producto de un universo maduro. Las primeras estrellas que se formaron tras el big bang, que ocurrió hace 13.800 millones de años, eran bolas de hidrógeno y helio —los dos primeros elementos de la tabla periódica―, y con eso no se puede originar ninguna forma de vida que conozcamos ni que podamos imaginar.
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Los seres vivos estamos hechos de largas cadenas y anillos de carbono (el elemento 6) trufadas con nitrógeno (el elemento 7), oxígeno (8), flúor (9) y de ahí hasta el hierro (26), el zinc (30) y el molibdeno (42), por citar unos cuantos.
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Todos esos átomos más pesados que el hidrógeno del big bang se formaron en el interior de las estrellas, en sucesivas generaciones estelares que cocinaron los componentes de nuestro cuerpo y nuestra mente.
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Una estrella cocina nuevos elementos pesados bajo la descomunal presión gravitatoria que reina en su interior, luego muere, estalla como una supernova y genera una inmensa nube de gas y polvo con los ingredientes de los que se compondrá la siguiente generación de estrellas y sus planetas asociados.
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Trascurridos dos tercios de la historia del universo, una de esas explosiones de supernova formó la nube de polvo que acabaría generando nuestro sistema solar.
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Por pequeña que sea, toda materia ejerce una atracción gravitatoria sobre la materia vecina, y esto implica que el polvo se agrega en grumos cada vez mayores. Por orden de tamaño, el primer grumo es lo que llamamos el Sol (con el 99,9% de toda la masa del sistema solar), y el sexto es la Tierra, nuestra rara, preciosa y frágil casa, cuna de la única vida que conocemos en el cosmos por el momento.
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Como el resto de los planetas del sistema solar, la Tierra se formó hace 4.500 millones de años, poco después que el mismísimo Sol que nos alumbra. El origen de un planeta es gradual y poco llamativo. El gas se condensa en polvo, el polvo en granos minerales, los granos en fragmentos de roca, luego planetesimales, un núcleo metálico cuando el planeta solo tenía un quinto de su tamaño actual y toda la escalera arriba hasta formar la gran esfera achatada en la que habitamos en estos días tristes y fatigosos.
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Un proceso aburrido, pero no muy lento a escalas cósmicas. Todo esto ya estaba hecho hace 4.500 millones de años, un tercio de la edad actual del cosmos. Los dos tercios anteriores se habían gastado cocinando los elementos pesados en que se basa la vida, si quieres verlo así. Por eso te decía que somos producto de un universo maduro. El tercer tercio, por tanto, es el tiempo del que disponemos para explicar el origen de la vida en la Tierra y su posterior evolución. Empecemos por lo primero. ¿Cuándo se originó la vida?
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Los físicos no saben de momento cómo viajar al pasado, pero los genetistas sí. No me refiero a la paleogenética, que ha logrado leer el ADN completo de los neandertales a partir de sus huesos fósiles, y hasta reconstruir la geometría tridimensional del genoma del mamut. Esta técnica alcanza unos pocos cientos de miles de años atrás, y aquí estamos hablando de 10.000 veces esa cifra y más allá. Nadie espera recuperar ADN de aquellas épocas arcaicas.
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Los paleontólogos sí que han hallado restos fósiles indisputados de bacterias que vivieron hace 3.500 millones de años. Como la Tierra tiene 4.500 millones, eso nos dejaría un cómodo margen de 1.000 millones de años para formar la primera bacteria a partir de sus meros componentes químicos.
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Pero la genética tiene otra forma más poderosa de viajar al pasado de forma conceptual: comparar los genomas de los seres vivos actuales. Cuanto más parecidos sean los genomas de dos especies, más reciente será su último ancestro común (LAC, last common ancestor); cuanto más diferentes sean, más antiguo será su LAC.
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Con ayuda de la paleontología, así se puede deducir cuándo vivió el LAC de los humanos y los chimpancés (es decir, cuándo nos separamos evolutivamente de los chimpancés), o el precursor de todos los mamíferos, o de todos los animales, o de todos los eucariotas, u organismos hechos de células avanzadas (eucariotas).
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No hay ningún límite teórico para esta máquina del tiempo genética. Se puede aplicar a la vida actual en su conjunto, y, por tanto, inferir cuándo surgió, es decir, cuándo vivió el último ancestro común universal (last universal common ancestor), o LUCA, como se le conoce en el mundillo. Nadie ha visto a LUCA: es una mera deducción genética, y nada menos que una deducción genética.
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Como cada vez hay más genomas secuenciados, estos estudios son cada vez más precisos, y los últimos datos permiten calcular que LUCA vivió hace nada menos que 4.200 millones de años. Recuerda que la Tierra solo tiene 4.500 millones. Eso nos deja solo 300 millones de años para generar la primera bacteria a partir de sus meros ingredientes químicos. Los animales hemos tardado el doble de eso en evolucionar desde unos organismos unicelulares que ya eran casi tan complejos como nosotros.
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El resultado parece implicar que, una vez que se dan las condiciones físicas y geológicas adecuadas, la vida emerge con una facilidad considerable. No somos consecuencia de un milagro cósmico inconcebible, sino de un proceso de evolución prebiótica que parece extraordinariamente eficaz. Si ha ocurrido aquí, habrá ocurrido en millones de planetas de la galaxia, aunque E.T. siga sin comparecer. No abuses del sol y sigue leyendo durante el verano.
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