Un diario labrado en roca y expuesto a la vista de todos, el Flysch es el mudo testigo de los cataclismos que han esculpido el planeta tal y como lo conocemos
La Unión Internacional de Ciencias Geológicas lo incluye entre los 100 lugares más atractivos del mundo, a la altura de maravillas naturales como el Gran Cañón del Colorado o el glaciar Perito Moreno. Y no es para menos. Cuando uno se sobrepone a los repechos que separan la trama urbana de Zumaia y alcanza los acantilados que se levantan sobre la playa de Itzurun, el espectáculo que se despliega a la vista es grandioso. El Flysch forma parte del geoparque de la costa guipuzcoana que se extiende a lo largo de 13 kilómetros hasta Mutriku, entre acantilados de paredes verticales modeladas por la erosión, prados verdes salpicados de caseríos y un mar fogoso que embiste las rocas con saña, hasta perderse en el horizonte que puntean Lekeitio o Matxitxako.
Pero, ¿qué es un flysch? Son estratos rocosos labrados en el fondo de los océanos por decantación de sedimentos y de conchas de organismos marinos, en un proceso que se prolonga hasta la noche de los tiempos y que en el caso del de Zumaia abarca 60 millones de años, que se dice pronto. Los estratos intercalan capas duras y blandas, lo que unido a la erosión del mar les confiere ese aspecto característico de placas superpuestas, también de pastel milhojas salido del horno de un artesano ajeno a la tiranía del tiempo.
En el Cantábrico, este fenómeno se remonta a los tiempos en que tanto los Pirineos como la costa vasca estaban sumergidos, sirviendo ese brazo de mar de frontera entre las placas tectónicas de Iberia y Europa. Cuando ambas finalmente chocaron, todos esos estratos sedimentarios afloraron, alumbrando paredes verticales, algunas de hasta 150 metros de altura, y rasas mareales, plataformas rocosas afiladas que son como apéndices de los acantilados y donde se ocultan lo mismo fósiles que lapas y carramarros.
En Zumaia, las capas de roca permiten medir la edad del planeta, como en el tronco de un árbol lo hacen sus anillos. Al albur de las mareas, las lecciones allí grabadas refrendan, por ejemplo, que fue un meteorito el que acabó con los dinosaurios y no los constantes explosiones volcánicas ligadas al Cretácico. Fenómenos todos ellos que elevaron la temperatura hasta cinco grados, sentando las bases del que es nuestro planeta ahora. Toma cambio climático.
Quizá fue su condición de testigo del final de los dinosaurios lo que llevó a los productores de ‘Juego de Tronos’ a situar aquí –y en San Juan de Gaztelugatxe– los escenarios que dan forma a Rocadragón, el lugar en el que desembarca Daenerys Targaryen con toda su tropa, mientras los tres dragones sobrevuelan la playa de Itzurun.
Sobrevolando ese espacio se levanta la pequeña ermita de San Telmo, elevada a los altares cinematográficos por obra y gracia de ‘Ocho apellidos vascos’ y encajada a la entrada de un espigón natural que se adentra en el mar. El lugar no está exento de peligro, lo que ha llevado a acotar el camino con cuerdas para ponérselo más fácil a aquellos que no toleran el vértigo y recordar al resto que tonterías, las justas.
Las vistas desde allí son espectaculares, especialmente cuando atardece, con el sol periclitando al dictado de las horas, arrancando tonos ocres de la roca y mezclándolos con el azul añil del océano. La playa de los Curas a la izquierda y de frente la accidentada franja litoral que discurre por Deba, por Mutriku, por Ondarroa. Las gaviotas planean con indolencia y nos miran de frente como desafiando. Puede que su reino pertenezca a este mundo, pero está fuera de nuestro alcance.
Entorno de ensueño
La ermita de San Telmo y su retablo barroco del siglo XVIII, la fuente de San Juan, los bares y tiendas de Erribera donde todo ocurre y las callejuelas labradas en piedra que envuelven la iglesia de San Pedro. Ah, y si se dispone de un par de días, hacer noche en el balneario de Zelai.
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