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Las viejas normas de la sidra: Ni se bebía al grito de «txotx!» ni servían chuletones

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Las sidrerías de antaño tuvieron sus propias reglas, muy distintas a las de sus modernas sucesoras

 
 

Miércoles, 31 de enero 2024

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Eric Hobsbawm (1917-2012) se lo hubiera pasado genial en una sidrería. Como todos los turistas que nos visitan, este reputado historiador británico habría disfrutado a lo grande de la tortilla de bacalao, de la chuleta, del queso con membrillo y del ambiente cordial que reina en este tipo de establecimientos.

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Probablemente también se habría deleitado con el txotx!, el grito de guerra sidrero que invita a levantarse, acercarse a las kupelas y a hacer cola pacientemente con el vaso en la mano y la sed en ristre. De lo que estoy segura es de que el señor Hobsbawm habría recibido con sano escepticismo las explicaciones que sobre las sagardotegis se dan a los neófitos: «esto se hace así de toda la vida» o «es una tradición ancestral». Él sabía perfectamente que las tradiciones se pueden inventar.

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Aunque algunas de sus teorías han sido superadas durante los últimos años, la lec tura del libro ‘La invención de la tradición’ (E. Hobsbwam y T. Ranger, 1983) sigue siendo tan entretenida como esclarecedora. Sirve para comprender que un montón de costumbres que entendemos como antiquísimas o absolutamente representativas de una cultura (los kilts escoceses, la pizza italiana o los trajes de flamenca) son en realidad mucho más modernas de lo que creemos.

La bebida de los vascos

Mister Hobsbawm hubiera hecho bien al sospechar del txotx. Los ritos que observamos en las sidrerías y que tan alegremente vendemos como atávicos e hiperidentitarios son realmente de antes de ayer.

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La sidra sí tiene una venerabilísima tradición en nuestra tierra: tanto los fueros como las ordenanzas medievales de las villas defendieron siempre los manzanares a capa y espada (incluso con castigos de pena de muerte) y la importancia económica de la bebida que se hacía con su fruto.

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Hasta los franceses, tan orgullosos y protectores de lo suyo, aceptan que el cultivo del manzano y los misterios de la elaboración de la sidra llegaron a Normandía procedentes de la antigua Biscaye. La sidra fue la bebida habitual de los vascos hasta el siglo XVIII, cuando para desmayo de muchos empezó a popularizarse el vino elaborado en el sur de Álava, La Rioja o incluso más lejos.

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Machacado de las manzanas en el antiguo lagar de Gamioxarrea..


Machacado de las manzanas en el antiguo lagar de Gamioxarrea.
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«Antes apenas se conocía el vino de uva. Había muchos manzanales y con el vino del pueblo, o sea con la sidra, pasaban los vizcaínos y los demás euskaldunes. No hay más que ver los lagares que se encuentran en las casas viejas, que hoy no sirven para nada […] Nos han echado a perder». Así se quejaba en 1802 el sacerdote y lingüista Juan Antonio Moguel (1745 – 1804) por boca de su famoso personaje Peru Abarka, aldeano de pro y detractor de las innovaciones.

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Para distinguir vino de sidra Moguel empleó las palabras matsardao y sagardao (vino de uva y vino de manzana), contracciones formadas a partir de la palabra ardao o ardo (vizcaíno y guipuzcoano para «bebida fermentada»).

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Por aquella época la sidra y el txakoli locales comenzaban a ser sustituidos por el vino tinto, que a pesar de ser más caro se consideraba de mejor calidad. El consumo de sidra disminuyó durante los siglos XVIII y XIX, provocando la tala y abandono de los manzanos. Su industria sólo se recuperó –muy parcialmente– a partir de los años 70 y en Gipuzkoa, razón por la que toda Euskadi acabó adoptando la nomenclatura sidrera de nuestros vecinos.

Un grifo

En el Goierri guipuzcoano se llamaba txotx –a veces escrito zotz, tsots o choh– a la espita o trocito puntiagudo de madera con el que se tapaba un pequeño orificio hecho en la cuba para catar la bebida que contenía.

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El mismo artilugio se conocía en otros lugares como espiche, xiri, zapotz, dutsulu, tutu, intsusa o mistilu y solamente se usaba durante las pruebas breves que efectuaban los inspectores municipales o los compradores en busca de la mejor sidra.

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A los clientes habituales se les servía tal y como vemos en la ilustración de 1890 que hoy nos acompaña, a través de una canilla o grifo instalado en la parte baja de la barrica. La bebida salía suavemente, sin altura y sin restallar en el cristal.

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El suministro estaba a cargo de la sidrera o sagardosaltzale, que también llevaba la cuenta de las consumiciones, limpiaba los vasos (mucho más gruesos y bajos que los de ahora) y cobraba. No había ninguna comida aparte de sardinas viejas –que excitaban la sed– o de lo que por su cuenta llevara cada parroquiano, a quien se proporcionaba parrilla, carbón y sal para cocinar o se le cobraba una cantidad por guisarle la merienda.

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Las sidrerías-restaurante nacieron en la segunda mitad del siglo XX, igual que la costumbre de servir siempre a chorro, e incluso entonces no se gritaba «txotx!» sino «¡mojón!», que era el trozo de pan con el que se marcaba por dónde iba mediada la tortilla, cazuela o similar para que los abstemios no se la zamparan en ausencia del resto de comensales. La próxima vez que les digan «esto siempre ha sido así», sospechen.

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